Hace aproximadamente 10 años escribí el grueso de este artículo en un antiguo blog que ahora recupero. O sea, en cierto modo, me estoy copiando o plagiando a mí mismo. Pero bueno, mientras termino una entrada sobre la importancia de la comunicación no verbal en las intervenciones públicas (y que en pocos días publicaré) me he tomado la libertad de retocar esta antigua entrada.
Allá vamos. El contexto es un curso de formación que realicé a un grupo de candidatos y candidatas a alcaldías de municipios de mediano y pequeño tamaño. Como siempre, se trabajaba contrarreloj para que adquirieran una base que les permitiera desenvolverse con soltura ante el reto que se les venía encima. Evidentemente, del grupo con el que trabajamos descubrimos a candidatos y candidatas con más facilidades que otras. Eso se advierte de manera casi instantánea; con una pequeña ronda de presentación se sabe quién necesitará más ayuda y atención.
Y en efecto, ese reto lo tenía frente a mí. Una candidata de unos 35 años. Abogada, con carácter, determinación y personalidad. Además, buena dicción y de ideas claras. Pero eso sí, fría como un témpano de hielo. No cabía duda de que las emociones las había encerrado en un arcón bajo siete llaves. Después de todo el día remarcando la necesidad de empatizar con los demás y de establecer conexiones emocionales, el simulacro de rueda de prensa que ella protagonizaba nos dejó fríos a todos. No lo pude resistir y, no siendo habitual, terminada su intervención le dije que cogiera mis manos, cerrara los ojos y se relajara. A los 30 segundos le pregunté que sentía, si estaban frías o calientes, si la cogía con fuerza o con suavidad. Me respondió, no sin cierto sonrojo, y le insté a que buscara esta proximidad cada vez que comunicara, cuando hablara con un vecino o fuera a ofrecer un discurso a una audiencia. “Quiero que nos emociones”, le dije.
Eso que viví hace ya unos años, se ha repetido en muchas ocasiones, también con personas de la empresa, estudiantes, y más políticos, claro. Esta pequeña experiencia me sirve para introducirme en la cuestión de la responsabilidad en la asesoría.
Sí, es complicado no hablar de asesoría sin hablar de una responsabilidad que supere la construcción de un buen discurso o de la capacidad de enlazar las palabras adecuadas sobre el marco de una cuidada imagen. En relación a esta cuestión, me parece pertinente introducir esas tres preguntas que siempre se debería de hacer sobre un líder o lideresa:
- ¿es un líder o lideresa fuerte?
- ¿puedo fiarme de él o ella?
- ¿se preocupa de la gente como yo?
O las que les digo que se hagan cuando van a una entrevista en radio o tv:
- ¿qué mensaje quieres que recuerden?
- ¿qué quieres que piensen de ti?
Porque en efecto, conseguir que a las primeras preguntas, un porcentaje alto de personas respondan sí a esas tres preguntas planteadas sería el principio de un posible éxito. Y que las dos posteriores, muestren coherentemente qué quieres trasladar como persona. Y si esas respuestas superan la prueba de la apariencia para convertirse en una característica central y permanente de un o una empresario o política, habremos logrado la cuadratura del círculo. No es fácil, pero es una actitud responsable conseguirlo.
Y para esto, para superar las apariencias, considero necesario pasar de las palabras a los hechos. Y eso se hace pisando el terreno, cogiendo las manos de la gente. Porque una mano que coge y acompaña es más creíble que un precioso discurso, sobre todo si el receptor ya ha decidido no escuchar más, como es el caso de una inmensa mayoría de ciudadanos. Es cierto que la reacción social tiene parte de su base en las palabras, en los discursos, en los mensajes “que han movido el mundo”. Pero su cuajo lo ha cogido en la calle, en la acción, y ahora también, en las redes sociales. Quien quiera formar parte de esa nueva mirada, deberá pasar a la acción y demostrar con sus hechos que sus palabras, necesarias, son algo más que una envoltura vacía.
Y la asesoría no debe ser algo que le quite “autenticidad” a esa potencialidad personal. Todo lo contrario, la debe explotar para que ese líder, esa lideresa, no deje, ni por un segundo, de tener los pies en la tierra, que es donde está la gente. Que comprenda la necesidad de romper la verticalidad de unas estructuras anquilosadas. Y si no las puede romper, que al menos sea capaz de dotarse de un ascensor lo suficientemente amplio y rápido para poder moverse de arriba abajo, y de derecha a izquierda, como uno más y los más acompañado posible.
Razón y corazón. Teoría y observación de un mundo cambiante, en permanente oleaje, donde las personas se renuevan junto con sus realidades, sus expectativas, sus miedos, sus futuros. No recuerdo quien dijo que las cosas han cambiado tanto que ni siquiera el futuro es el que era. Y en efecto es así. Por eso nos toca, como ciudadanos, surfear en este oleaje. Y el líder no puede situarse una milla más atrás, en un cómodo barco, observando a través de unos prismáticos cómo la gente salva las olas, o cómo se hunde en ellas. Hay que estar al lado, en las mismas condiciones, conociendo de primera mano su virulencia o su calma. Y desde ahí, desde esa ventaja que te da conocer la realidad, proponer un camino, un destino.
Esta es la responsabilidad a la que nos enfrentamos, que debe estar acompañada del riesgo que entraña estar en la cresta de la ola, sin oropeles, sin reverencias, pero con los pies en la tierra, el lugar donde realmente se forjan los liderazgos.
Todo esto intentaba transmitir a una abogada que quería seria alcaldesa de su pueblo hace 10 años. Y eso es lo que sigo intentando en la actualidad.